Durante los tres años de la vida pública, Jesús puso las bases de su Iglesia: reunió a sus primeros discípulos y los asoció a su misión (Mc 3,13-16); constituyó a Pedro como responsable de la «comunión» (16,18) y guardián de la fe (Lc 22,31) en este nuevo pueblo de Dios; hizo de los Doce y los discípulos un pueblo de testigos (Jn 15,16) y les prometió el don del Espíritu que les descubriría la plenitud de esa luz que había venido a traer a la tierra (Jn 16,13).
Hoy el Señor ya está resucitado; un pueblo nuevo y un mundo nuevo ha nacido del costado abierto de Jesús, como el niño nacido en la sangre y el agua que se escurren del vientre de su madre (Jn 19,34). Iluminado por la palabra de Jesús y animado por su Espíritu, este pueblo se pone en camino para anunciar a todas las naciones las maravillas de Dios y para reunir en la unidad a los hijos dispersos (Jn 11,52).
En esta hazaña apostólica se destacarán dos grandes figuras: Pedro y Pablo. Pedro se dedicará en especial a la evangelización de los Judíos, Pablo será puesto aparte para anunciar la Buena Nueva de la salvación a los paganos (Gal 2,7- 8).
Lucas, autor del tercer Evangelio, dará testimonio de ese nacimiento de la Iglesia en el libro llamado Los Hechos de los Apóstoles, o probablemente en su origen Hechos de Apóstoles. Si existieron para esta obra, como para los Evangelios, relatos más antiguos que Lucas utilizó para redactar su texto, la armonización de esos diversos documentos fue hecha de una forma tan notable que hoy resulta muy difícil distinguirlos. Algunos especialistas piensan que en un principio Los Hechos de los Apóstoles formaban un mismo y único libro con el tercer Evangelio, y que habría sido dividido posteriormente. Sin embargo se da por seguro que desde principios del segundo siglo, Los Hechos de los Apóstoles aparecen como un texto independiente.
Este testimonio sobre el nacimiento de la Iglesia nos ha llegado bajo dos formas diferentes: el texto «corriente», representado por la mayoría de los manuscritos antiguos de origen sirio y egipcio, y el texto llamado «occidental», más largo y muy marcado por las querellas que enfrentaban a los judíos y a los primeros cristianos. Pero realidad las diferencias se notan tan sólo en un número bastante reducido de versículos.
El libro de Los Hechos parece que no se desarrolla según un plan riguroso, pero se pueden distinguir algunas grandes divisiones de la obra, en que se resalta el proyecto de Lucas. Ciertamente Lucas ha asignado la mejor parte a Pedro y a Pablo, pero no se refiere a ellos en exclusividad. A pesar de numerosas excepciones, la figura de Pedro domina en los doce primeros capítulos, y la de Pablo en la segunda parte de la obra.
En el plano geográfico se puede advertir que Los Hechos de los Apóstoles nos conducen desde Jerusalén, pasando por Judea y Samaría, hasta Roma, siguiendo así la misión que Jesús fijó a sus apóstoles el día de su Ascensión (Hech 1,8). Los siete primeros capítulos nos sitúan en Jerusalén, después, en los capítulos ocho y siguientes, y siempre dando lugar a las excepciones, nos presenta la Iglesia que se desarrolla en Judea, en Samaría y en la llanura costera. A partir del capítulo 13, nos trasladan con Pablo a Asia Menor y a Grecia, para situarnos en el capítulo 28 en Roma, en el tribunal del emperador, es decir, en el corazón mismo del mundo pagano. Ahí se detiene bruscamente el libro de Los Hechos como si Lucas, cual si fuera un corredor encargado de acompañar la irradiación de la Buena Nueva de Salvación desde Jerusalén a los confines de la tierra, hubiese alcanzado su objetivo y cumplido su contrato.
Basta esto para darnos a entender que los Los Hechos, como tampoco los Evangelios, no se presentan como una historia detallada de la Iglesia primitiva o una biografía de Pedro o Pablo, sino como un testimonio de la obra del Espíritu Santo.
En efecto, el Espíritu Santo es el verdadero «Hechor» del nacimiento de la Iglesia, por lo que muchos comentaristas, ya desde los primeros siglos cristianos, no han vacilado en llamar a este libro como «El Evangelio del Espíritu Santo». Se podrían retomar aquí, pero modificándolas, las palabras de Juan: «El Espíritu llevó a cabo muchos otros signos que no han sido mencionados en este libro, pero estos han sido puestos por escrito para que ustedes crean que el Espíritu está actuando en la Iglesia de Jesucristo».
En este libro de Los Hechos aparecen además otros rasgos importantes, y en primer lugar que la Iglesia está enraizada en la experiencia y en la tradición de la fe de Israel. Se manifiesta la misma convicción que ya encontramos en los Evangelios: «Jesús cumplió las Escrituras», es decir, llevó a su plenitud y transfiguró en su propia persona todas las realidades del Antiguo Testamento: la realeza de David, la predicación de los profetas, el Templo, el maná, el cordero, etc. etc.
En Los Hechos de los Apóstoles, a través de las diversas predicaciones de Pedro, y en particular de Pablo, Lucas se dedica a señalar cómo el misterio de Cristo y de la Iglesia fueron anunciados y preparados en el Antiguo Testamento, pero también e inseparablemente, cómo este doble misterio devuelve todo su sentido a la historia de Israel.
En esta perspectiva Lucas destaca expresamente los paralelos entre Jesús y su Igle sia, pero también entre el pueblo del Antiguo Testamento y la Iglesia; citemos, a manera de ejemplo, los paralelos entre la muerte de Esteban y la de Jesús, la subida de Pablo a Jerusalén y la de Jesús, o también el contraste entre la torre de Babel y Pentecostés.
Siempre en el mismo sentido, Jerusalén aparece a cada momento bajo la pluma de Lucas (58 veces). Tal como también lo hace en su Evangelio, donde la ciudad santa, a diferencia de los otros Evangelistas, es nombrada 30 veces, Lucas presenta a Jerusalén como el lugar donde se cumplió la salvación y de donde debe partir el anuncio de la Buena Nueva a todas las naciones.