El año 50 Pablo llegó a Tesalónica, ciudad importante y capital de la Macedonia (véase He 17,1). Después de haber sido rechazado por los judíos, Pablo se dirigió a los paganos y llegó a formar una comunidad en esa ciudad. Pero sólo tres meses después, una revuelta provocada por los judíos le obligó a irse.
¿Qué pasaría con esos nuevos cristianos, que no habían recibido de Pablo más que las bases de la vida cristiana? Preocupado, Pablo pide a Timoteo que vaya a afirmar esa Iglesia. Timoteo regresa optimista y Pablo, ya tranquilo, les envía esta carta a comienzos del año 51.
Es el texto más antiguo de todo el Nuevo Testamento.
Esta carta no cautiva a sus lectores; podría decirse que el estilo de Pablo está aun muy “verde”. Pero se siente el afecto del misionero hacia los convertidos por quienes se ha desvivido, las preocupaciones que siente por ellos y los flecos de su primera formación, tan fanática como generosa.
La fe cristiana que Pablo proclamaba no se oponía menos a la razón en las primeras comunidades del mundo grecorromano que en las nuestras. La libertad sexual les parecía tan legítima como a nuestros contemporáneos; la resurrección de los muertos y la otra vida no entraban en sus perspectivas, aunque periódicamente algunos filósofos o religiones “mistéricas” trataran de suscitar tales esperanzas.
Pablo reafirma la doctrina bíblica sobre estos puntos en el cap. 4. Se encontrará allí la afirmación clara de las exigencias morales inherentes a nuestra integración en el pueblo de Cristo: sean santos, manténganse despiertos, como personas que esperan algo mejor.
Se encontrará igualmente, en el lenguaje y con las imágenes de las apocalipsis, la primera afirmación de la resurrección de los muertos.
Desde el principio la comunidad es invitada a vivir en oración constante y a preocuparse ante todo de sus miembros más débiles.