La elección de los ministros de las comunidades, así como sus deberes, ocupan un lugar importante en los capítulos 3 a 5.
La organización de la Iglesia se apoyaba entonces en dos tipos de ministerios. El primero, del cual Timoteo y Tito son los ejemplos, prolongaba la misión de los apóstoles y gozaba de la autoridad apostólica. Los otros estaban ligados a la comunidad que los había presentado para ejercer su cargo (véase He 6,1-6 y 1Tim 5,22). Ya sea que se llamaran epíscopos (supervisores), presbíteros (ancianos) o diáconos (encargados del servicio), esos ministros, que presidían las asambleas y la Eucaristía, seguían perteneciendo a su familia y a su comunidad.
Tenemos que hacer un esfuerzo para comprender esa complementariedad, habida cuenta de la evolución de la Iglesia latina que unificó en pocos siglos esos ministerios tan diferentes en el marco de un clero jerarquizado. Vemos aquí la primera forma de la organización de la Iglesia, la que tuvo derecho al sello de la inspiración divina. Véanse las notas de Heb 9,1.
La elección de los responsables de las Iglesias no es el único objetivo de esta carta. A lo largo de esas páginas se leerán orientaciones para la vida de las comunidades cristianas que deben aprender a perseverar; se insiste también en la fidelidad a la tradición de los apóstoles.
En el capítulo 2 se leen instrucciones para la asamblea cristiana, de las cuales algunas están muy ligadas a la sociedad de aquel tiempo. Habría por tanto que repensarlas si se quiere que sean Palabra de Dios para el día de hoy.