En tiempos de los apóstoles se calificaba de Hebreos a los judíos que vivían en Palestina, a diferencia de esa mayoría de su pueblo que había emigrado a diversos países, por todo el Imperio Romano. Esta carta está dirigida a las comunidades cristianas de Palestina que se habían formado con judíos de raza después de Pentecostés.
Como discípulos de Cristo habían sido perseguidos, y a algunos les habían sido confiscados los bienes. Ya no tenían nada en el mundo y debían darse ánimo unos a otros con la convicción de que, al fin de su exilio, encontrarían la verdadera patria a donde Jesús se había ido después de sus sufrimientos. Volvían así a encontrarse en la situación de sus antepasados hebreos que habían vivido en el desierto, aguardando y buscando una tierra prometida.
No será difícil ver que esta carta se dirige a personas familiarizadas con el Antiguo Testamento; podría tratarse de sacerdotes judíos que habían reconocido a Jesús como el Cristo y que pasaban entonces por una crisis.
Siendo sacerdotes, el Templo había sido toda su vida hasta ese momento; ofrecían sacrificios y recibían en paga una parte de los animales ofrecidos. Pero ahora, no solamente habían sido excluidos y expulsados del Templo por los judíos, sino que de cualquier modo Cristo los había reemplazado.
Creer en Cristo significaba reconocerlo como el nuevo Templo, del que el edificio sagrado de Jerusalén no era más que figura. Él, laico, había organizado su Iglesia sin tomar en cuenta el sacerdocio de los «hijos de Aarón», los sacerdotes judíos, pues él y sólo él es el sacerdote, el que pone a los hombres en contacto con el Dios santísimo.
De ese modo Cristo les había quitado tanto su trabajo como su razón de ser. Por eso a veces esos hombres, que habían conocido a Jesús en su existencia humana, habrán sentido la duda: ¿acaso todo ha cambiado a causa de él?
Para confirmar su fe, esta carta les muestra que la religión judía, con sus ceremonias grandiosas en el Templo de Jerusalén, no era más que la imagen de algo más grande. El perdón de los pecados y la religión en espíritu, aspiración de todo el Antiguo Testamento, debían ser la obra del sacerdote auténtico de toda la humanidad, Jesús, el Hijo de Dios. Ya no hay otro sacrificio fuera del suyo, sacrificio que comienza en la cruz y termina en la gloria.
¿No hay también muchos Hebreos, o personas desarraigadas en el mundo de hoy? Los enfermos que no tienen esperanza, los cristianos perseguidos, los que no aceptan la injusticia ni la mediocridad de la sociedad. Aunque muchos de ellos no comprendan todos los argumentos o las citas bíblicas que llenan estas páginas, esta carta los animará en su fe.
Por otro lado, la palabra sacerdote ha tomado una importancia tal en la Iglesia que no está de más examinar aquí el texto bíblico que ha profundizado más el sentido del sacerdocio y su reorientación por el hecho mismo del sacrificio de Cristo.
Esta carta fue escrita desde Roma, tal vez hacia el año 66, cuando se anunciaba la guerra en la que iba a ser destruida Jerusalén. Eran también los últimos meses de la vida de Pablo; él estaba prisionero en Roma por segunda vez. Esta carta no es extraña al pensamiento de Pablo, pero él no la escribió. Es muy posible que su autor haya sido Apolo, mencionado en Hechos 18,24-28, «hombre muy versado en las Escrituras y que demostraba por las Escrituras que Jesús es el Mesías».