El segundo libro de los Reyes (dijimos que son las dos partes de un mismo libro) sigue contemplando la historia de los dos reinos del norte y del sur, Israel y Judá.
El autor quiere demostrar que su decadencia fue el castigo de su infidelidad a la alianza de Dios. Sería un error, sin embargo, pensar que los últimos reyes fueron peores que los primeros. Al leer atentamente, nos damos cuenta que el autor no juzga con la misma severidad a los próceres del reino y a sus sucesores. ¿Acaso Jeroboam II, que restableció un Israel próspero e independiente, y le aseguró cuarenta años de paz, era inferior a Salomón? ¿Acaso era menos creyente? Sin embargo, el primer libro de los Reyes se complace en describir el lujo y la grandeza de Salomón, cosas muy materiales en definitiva, mientras que el segundo no dedica más que un párrafo a Jeroboam II, como si el hecho de tener otro templo que el de Jerusalén condenara a priori toda su obra.
Se debe ver en esto la pedagogía de Dios que, al comienzo, entusiasma a su pueblo con la posibilidad de conquistar independencia y prosperidad, y porque estos hombres están en el momento histórico en que deben realizar esta conquista, Dios no les muestra todos los aspectos negativos de lo que están haciendo; no insiste en los defectos de Salomón o en la vanidad de su lujo. Pero, más tarde, Dios invita a su pueblo a que mire con espíritu crítico y, mientras el gran ensueño del reino de Salomón se va desvaneciendo, les enseña a buscar otra conquista más duradera e importante, que es la del Reino de Justicia.
Dios es el gran educador, y su pedagogía se manifiesta en el decurso de la historia como en el de las etapas sucesivas de nuestra propia vida.