El libro de Daniel juega con el lector. Uno se pregunta cómo nuestros padres han podido ser tan ingenuos como para creer que Daniel había descrito, muchos siglos antes, todas las peripecias de la historia en tiempo de los Macabeos (Dn 11). Pero eso no es más que un detalle. Si se lo toma por historia, todo es inverosímil, y no hay trabazón entre los diversos capítulos, ni coherencia en el personaje de Daniel, ya se trate de un niño (Dn 13), un adolescente (Dn 1), un adulto (Dn 7) o un casi centenario (Dn 5). Hay que buscar, por consiguiente, lo que quería decir el autor, y para empezar, las circunstancias que lo movieron a escribir.
Las historias contadas en los capítulos 1-6, que forman una primera parte, son ficticias, a pesar de que resumen y expresan con mucha veracidad experiencias parecidas de los creyenåtes perseguidos. Esta primera parte, como también el capítulo 7, está redactada en arameo, el lenguaje que los judíos adoptaron a partir del siglo IV. Y es imposible confundir estas historias con las visiones que forman los capítulos 7-12.
Esta segunda parte pertenece a la literatura apocalíptica floreciente en los dos siglos anteriores a Jesús. Esta clase de revelaciones siempre se atribuía a personajes famosos del pasado. Lo mismo que había un apocalipsis de Noé, otro de Henoc, otro de Isaías, también éste se atribuía a Daniel, un sabio famoso (Ez 14,14). Los maestros judíos de aquel tiempo, pues, no colocaron el libro entre los profetas antiguos, sino entre los últimos escritos de la Biblia.
Las controversias en torno al carácter propio del libro de Daniel se deben en parte a las teorías respecto a un tiempo “intertestamentario” entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, teorías que ya no se pueden sostener sin negar las evidencias.
Si aceptamos que el libro fue escrito en tiempo de los Macabeos, poco antes de la paz provisoria que los judíos consiguieron en el año 171 antes de Cristo, debemos concluir que su mensaje, sus cifras, sus visiones, sus aparentes secretos se refieren a esos años. Y aquí surge otra dificultad con los párrafos 7,9-14 y 9,20-27, como lo notaremos en el comentario. Será ésta la ocasión para conocer mejor la profecía bíblica.
Los capítulos 13-14 de Daniel forman una tercera parte. Sólo se encuentran en la Biblia griega y fueron añadidos posteriormente. Los integraron sin dificultad en el libro, pues eran del mismo tenor que las historias que ocupan los capítulos 1-6: por ficticias que sean, nos ayudan sin embargo a reconocer la justicia de Dios en la realidad sucia de la vida diaria.
El autor de Daniel: el tiempo de los Asideos
Con mucha probabilidad el autor pertenecía al movimiento de los asideos (o Hassidim), nacido unos veinte o treinta años antes, que iba a renovar la fe judía. Y pintó a Daniel como un testigo de la fe de los asideos.
Desde hacía dos siglos (desde Esdras) la provincia de Judá vivía bajo un régimen político dirigido por sacerdotes y sólo se hablaba de mantener las instituciones del pasado. El cimiento de la comunidad era el culto del Templo. Los sacerdotes dominaban la pirámide social y sólo se pensaba en mantener el orden establecido.
Pero Dios ¿no había prometido tiempos nuevos, un mundo de justicia? La respuesta oficial se daba en las Crónicas: las promesas de Dios se habían cumplido con el regreso del exilio y la reconstrucción del Templo. ¿No se debía esperar un Mesías? Por supuesto que aguardaban tiempos mejores, pero dicha esperanza bien poco se traslucía en la vida religiosa.
Importantes cambios políticos y culturales, sin embargo, afectaban a la provincia judía. Los generales de Alejandro se habían repartido las provincias persas. Palestina constituía la parte norte del lote atribuido a los Lágidas de Egipto, a la frontera de las tierras de los Seléucidas de Siria. Mientras los grandes propietarios saqueaban las riquezas del país por cuenta de los soberanos de Egipto, los jóvenes, los sacerdotes sobre todo, se dejaban convencer por las novedades de la cultura griega: el deporte, el arte, las relaciones internacionales y el dinero. Su herencia israelita les parecía pasada de moda y se volvían materialistas..
Es entonces cuando los asideos (los piadosos) emigran espiritualmente o van al desierto. Allí se consagran a la oración y la búsqueda interior. Van a los libros proféticos para encontrar los secretos de la acción de Dios y sus proyectos para el porvenir. Porque los sacerdotes habían olvidado a los profetas y para ellos la Escritura estaba antes que nada en la Ley.
Los asideos aspiran a una sabiduría revelada, no a la que enseñan los sabios. Cultivan la ciencia de las épocas: ¿no está próximo el tiempo en que Dios volverá a tomar en sus manos las riendas de la historia? Ya no se contentan con la era de justicia a que aspiraban los profetas; quieren otro mundo, el único definitivo. No se interesan solamente por la prosperidad de Israel, sino por la suerte final de los individuos y, como han leído las discusiones de los griegos sobre la existencia del alma, se empieza a hablar de una resurrección de los muertos.
Éste es el momento en que los soberanos de Siria quieren imponer a sus pueblos una religión única y empiezan las persecuciones y la rebelión de los Macabeos. El autor del libro de Daniel ha sido testigo de estas tragedias y su fe lo mueve a escribir: escribirá un apocalipsis.
La hora de los apocalipsis
Los apocalipsis son una forma de literatura de la que se tienen ejemplos en la Biblia (Za 12-14), pero más todavía en los escritos judíos de los dos siglos anteriores al evangelio. Todos pretenden revelar el sentido de la historia que se está viviendo y la meta hacia la que se dirige. Al final, siempre hay un juicio de Dios que inaugura cielos nuevos y tierra nueva.
Apocalipsis quiere decir: revelación. Al autor no le parece malo o falso atribuir esa revelación a uno de los grandes profetas del pasado. Luego, hará lo necesario para que dicha revelación sea digna de Dios y de su contenido. Es divina, por eso todo será revelado por ángeles; habla de un juicio, por tanto habrá clamor de trompetas, truenos, fuego y granizo... Se transmiten misterios divinos, por eso será conveniente usar un lenguaje grandioso y expresar todo lo que se puede con figuras y símbolos: los colores, las cifras tendrán un valor simbólico.
Es necesario saber estas cosas para no buscar secretos donde no hay. El autor del presente libro lo dijo todo en algunos párrafos de los capítulos 7, 9 y 12, y los incrustó en las largas descripciones de los capítulos 7-12. Ahí dio a entender bajo diferentes formas que Dios había ordenado el curso de la historia; las persecuciones presentes eran las últimas antes de la venida del reino del Pueblo de Dios, y entonces habría una resurrección de los muertos. No pudo dar este mensaje sin que apareciera en su libro, especialmente en 7,14, el nombre y la personalidad divina de Cristo –a pesar de que, seguramente, nunca tuvo una idea clara de quién sería el Mesías.