El libro de Rut es uno de esos que se leen sin dificultad como si fuera una novela. La historia está situada en tiempos de los Jueces, pero algunos opinan que lo esencial del relato es una creación tardía: el autor habría escrito en el siglo IV antes de nuestra era como una reacción contra las leyes de Esdras que separaban a los judíos de los demás pueblos y prohibían especialmente los matrimonios mixtos.
La historia se sitúa en una época sin muchos marcos ni instituciones. En aquel tiempo, “sólo Dios reinaba en Israel” (Jue 17,6; 18,1), lo que quiere decir que cada cual hacía lo que quería. Era un tiempo de gran libertad tanto para el bien como para el mal. Más tarde se lo considerará como un tiempo de ignorancia, pero el autor valoriza aquí las riquezas escondidas de los seres sencillos para quienes Dios no es un desconocido.
El libro de Rut pertenece a la categoría de los que prescinden sin dificultad del Templo, de los sacerdotes y de las querellas religiosas: para los héroes de esta historia lo esencial de la vida y de la relación con Dios se da en otra parte. En realidad, y esto vale incluso para los profesionales de la religión, la vida diaria nos pone ante una serie de elecciones a las que podemos responder de maneras muy distintas. Dios nos reconoce en determinadas decisiones más personales y atrevidas que, siendo nuestras, también fueron obra de Dios.
Rut no siguió los consejos de su suegra Noemí que le pedía que no se sacrificara inútilmente, sino que rehiciera su vida. Ella apostó por una opción más arriesgada, quedarse con Noemí sin más seguridad que su buena estrella. Escogió la fidelidad, y el Dios de Israel que es ante todo veraz y fiel, le reservó un lugar de elección en su obra de salvación: sería uno de los antepasados del Salvador.