Después de la ruina de Jerusalén y de las cosas horrendas que sucedieron en esta ocasión, los creyentes tratan de comprender. No se quejan, ven la ruina como castigo merecido por los muchos desórdenes y por el constante rechazo de las advertencias de Dios. Y, sin embargo, saben que Yavé ama a su pueblo, lo creen, lo sienten y lo afirman.
Cuando los desterrados volvieron a Jerusalén, muy posiblemente se reunían para orar en común en los escombros de lo que había sido el Templo, y juntos alternaban estos lamentos. Después siguieron rezándolos cada año en la fecha que recordaba la catástrofe, y más tarde la Iglesia se acostumbró a usarlos para recordar la muerte de Jesús.
En la Pasión del Señor, el creyente ve la acumulación de los sufrimientos y de las angustias de la humanidad. Estos poemas le ayudan a unir en una misma compasión los dolores de Cristo y la miseria inmensa de la muchedumbre de los que sufren, así como la visión del dolor universal y el sentido del pecado y de la responsabilidad de los hombres.
Una tradición judía atribuye a Jeremías estos poemas, que revelan un espíritu bien parecido al suyo.